19 de noviembre de 2012

La rebelión de las aplicaciones móviles



En 2009 la American Dialect Society (ADS) de los Estados Unidos eligió tweet como Palabra del Año. El verbo para buscar en Google ( to google ; googlear, para nosotros) fue nombrado Palabra de la Década.

Pero la ADS, fundada en 1889, nos daría una sorpresa al año siguiente, y una lección. La Palabra del Año de 2010 sería app . Un doble acierto. Primero, porque el iPhone y la iPad, así como más tarde Android, habían convertido esta abreviatura (que no es ni remotamente nueva) en vedette. O star, para ponerlo en el tono correcto. Segundo, porque se avecinaba un largo ciclo de apps, en cuya plenitud nos encontramos hoy.

Hemos estado hablando de aplicaciones ( applications ), es decir programas que nos sirven para hacer ciertas tareas, desde que existen las computadoras, y desde siempre nos hemos apropiado de la abreviatura app.

En 2007 aparecería el revolucionario iPhone, de la mano de Apple, que instalaría una idea no menos disruptiva. Aunque ya existían los smartphones, es decir, teléfonos celulares a los que se le pueden instalar aplicaciones, el AppStore de Apple, además de adueñarse del término, fundó un ecosistema de desarrolladores que alimentaron al iPhone con numerosas, muchas veces impensadas funciones. El almácigo para las cientos de miles de apps que brotan hoy estaba listo y abonado.

En rigor, la sinergia suscitada por Apple fue la de un huracán, porque un smartphone es, mucho antes que un teléfono, una computadora. Así que en el iPhone y la iPad podías tener apps, pero también libros, video y música. En el iPod touch podías oír tu música, pero también ver la Web y el correo o instalar cualquiera de las miles de apps disponibles.

Pero estaba ocurriendo algo más, más profundo y transformador.

El software para computadoras solía costar entre 50 y 150 dólares. Los había mucho más caros, en el orden de los varios miles. Y millonarios, ciertamente, en el ámbito corporativo. Pero, en general, podías adquirir una buena aplicación para tu computadora personal por menos de 200 dólares. Había también software gratis. Pero lo que nunca había existido eran aplicaciones que costaran 1 dólar. O, para ser precisos, ¡99 centavos!

Y más. Gran parte de los programas del AppStore no tienen costo alguno, son gratis. O, más bien, son gratis, pero se solventan por medio de publicidad. Un modelo que había fallado catastróficamente en la PC vino a instalarse a sus anchas en los móviles, muy a pesar de que son éstos los que más información recaudan sobre nuestros gustos, movimientos, usos y costumbres. En total, si el programa está bueno, no tenemos problema en que nos muestre avisos, al revés de lo que ocurría con la PC. Todo un dato: la relación que establecemos con la computadora parece ser de mayor apropiación que la que sostenemos con el teléfono. Tiene lógica, en principio: los smartphones se te pueden caer y romperse, se vuelven obsoletos más rápido, los perdemos, te los roban.

El modelo AppStore funcionó tan bien que toda la industria del software para público en general intenta hoy copiarlo. El único que estaba en condiciones de replicar y eventualmente superar ese éxito era Google, que había tenido la precaución de adquirir Android, un sistema operativo para smartphones basado en Linux, en 2007 (el año en que nació el iPhone). Amazon, también, aunque en otro sentido: veterano del colapso puntocom , es un gran táctico y explota hábilmente su inmensa biblioteca de contenidos (y el concepto de nube , sin ir más lejos). Pero la última palabra, en este frente, no está dicha todavía.

Hasta el rey del software, Microsoft, acaba de adoptar, calcado, el mismo esquema del AppStore. Eso lo dice todo.

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